José María Guelbenzu
“Cesa de llover: cae la última gota en la Rue de l’Odeon”. Así comienza el mágico prólogo de Antonio Marichalar a la primera edición española (1926) del Retrato del artista adolescente, o, como entonces fue su título exacto, El artista adolescente (retrato), por James Joyce. En su Rolls Royce, la duquesa más elegante de París acude a Shakespeare and Company a comprar un ejemplar de Ulysses, pero también se cuenta que hubo estudiante que pasó cuatro días en cama y sin comer para adquirirlo… La evocación de Marichalar tiene ese aura literaria y fantástica que emana de los descubrimientos esplendorosos, de las revelaciones iniciáticas.
Yo mismo me privé hasta de mi tabaco diario por un mes en mi afán por reunir el dinero del precio de un ejemplar de Ulises en la edición americana de Rueda, pero el Retrato… El Retrato fue el espejo, el reconocimiento de una decisión que unos cuantos adolescentes tomamos al comienzo de los años sesenta, con mejor o peor fortuna pero con idéntica resolución, de consagrar la vida al arte de narrar o morir en el empeño.
Dedalus
En la guarda de su libro de Geografía, el héroe, el artista adolescente, ha escrito de su puño y letra su nombre y su residencia: “Stephen Dedalus. Clase de Naciones. Colegio de Conglowes Wood. Sallins. Condado de Kildare. Irlanda. Europa. El Mundo. El Universo”.
¿Quién podía resistirse a aceptar este reto? A los 17 o 18 años, en un “país de todos los demonios, donde el mal gobierno, la pobreza, no son, sin más, pobreza y mal gobierno, sino un estado místico del hombre”, como decía Jaime Gil, ¿Qué otra clase de afirmación hubiéramos comprado por el precio de una vida? Esas guardas del libro de Dedalus nos redimían, si queríamos, de un camino humillante por los ámbitos ateridos de un colegio, de una sensibilidad maltratada y despreciada, de un afán de libertad enfebrecido y también seco.
Experiencias
Ésa fue, en efecto, la primera lectura. Recuerdo ese pasar de páginas que relatan los ejercicios espirituales del padre Cullen y su asombro sin límites al comprobar la perfecta similitud con nuestras propias experiencias; recuerdo esos paseos idénticos a los paseos discursivos de Stephen Dedalus con Lynch o Cronly; recuerdo la envidia y la excitación ante esas páginas finales en forma de diario que anteceden a su salida del país natal (Abril 16. ¡partir! ¡Partir!)
Creo que ese fue, en aquellos años, el libro más excitante para cualquiera de los jóvenes dispuestos a tomar el primer tren que los condujera al Mundo y quién sabe si al Universo. O aún más lejos: a París.
Pero el buen lector no es el que se identifica con el héroe, sino el que posee la sensibilidad e imaginación que necesita todo buen texto para respirar. Al Retrato, que de tal manera iluminó los deseos oscuros de tantos aspirantes a escritor, o tan sólo a una vida distinta y apasionada, le ha ocurrido en cierto modo lo que Harry Levin dice del propio Joyce respecto a su alejamiento de la fe: “Que perdió su religión, pero conservó sus categorías”. Lo que es una aguda descripción de la educación y el talante del autor, en este caso deberíamos aplicarlo más bien a un libro de culto que cuando pierde, con el tiempo, su ritual iniciático, conserva y acrecienta sus categorías de satisfacción artística.
Arte
El arte, en lo que tiene de imaginación, de libertad, de memoria, de sensibilidad… ha latido en cada uno de los lectores del Retrato consciente o inconscientemente, porque está ahí como una llamada a la que es difícil sustraerse. Por su propio asunto, este libro ha despertado en todo lector un deseo, aunque fuera como un suspiro, de entregarse al arte, naturalmente en muy pocos lectores se ha cumplido esa aspiración a creadores, pero yo me pregunto en cuántos se habrá cumplido como lectores.
Por decirlo de otro modo: creo que casi ningún lector del Retrato sigue siendo pasivo al término de su lectura. Creo que aun aquellos que tienden a la actitud perezosa y menor de identificarse con el héroe, no pueden dejar de percibir en este libro un algo que, incluso por la vía de la identificación, penetra en ellos haciéndoles sentir que la percepción del arte es más, que la percepción del arte también es artística para el perceptor y que si éste quiere mantener esa lámpara encendida, alumbrará de modo distinto el trayecto de sus posteriores lecturas.
Cuando solicito a un lector que emplee sus sentido artístico para leer estoy pidiéndole que sea un artista de la lectura, tratando de explicarle que ése es el placer supremo e incomparable del lector.
Pues bien, el Retrato del artista adolescente posee de modo casi mágico la cualidad de ser una puerta de acceso a tal estado. Es como ese momento en que “cesa de llover, cae la última gota en la Rue de l’Odeon”, se abren las nubes y la calle desnuda y distraída se llena de luz, de gente, de actividad y satisfacción.