Vicente RISCO
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Publicado por primera vez en García Tortosa, F. y de Toro Santos, A. R. eds. James Joyce en España (I). A Coruña: Secretariado de Publicacións. © Universidade da Coruña, cuyo permiso para la reproducción del texto fue amablemente concedido.
Nota del editor: publicado en gallego por Editorial Galaxia en 1961.
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Lo que voy a referir sucedió como os lo cuento en una mañana de niebla fría, jueves, día de la Ascensión de Nuestro Señor del año de 1926 de la Era Cristiana, ciento veinte años después del descubrimiento del Santo Apóstol Santiago Zebedeo, y teniendo el autor de este escrito cuarenta años.
Día nebuloso y fresco, con mucho ganado en Santa Susana, y muchachas de trenza con una lazo en la cola andando por las calles de tienda en tienda.
Fue la segunda vez que encontré a Stephen Dédalus. Él ya había estado aquel invierno en mi despacho de Orense, Santo Domingo, 47-2º, en cuerpo y alma, con su barbita y sus anteojos, y la solapa del sobretodo subida, con sombrero negro, y de una forma que parecía que iba enlutado, sin estarlo… Lo cierto, para decir verdad, es que esta presencia suya adquirió realidad en el tercer mundo de los tres mundos interiores de cada hombre, a saber: Mundo sensible, Mundo inteligible, Mundo imaginable (según algunos: previsible), triple, micro y quizás no macrocosmos -al menos así pensaba yo entonces-; mas para escribir esto, es igual, además de que siempre será una clase conocida y no nueva de realidad del tercer mundo… Ocupada la mesa camilla por los que jugaban al mahjongg, cómplices míos en el pecado de orientalismo, Stephen Dédalus se acomodó en la gran mesa Luís XVI, un poco alemana por haber sido copiada de un modelo alemán, y colmada de libros, revistas, folletos, papeles, boletines, cartas, tarjetas, secantes, colillas y un doble decímetro que sirve para poner a escala las plantas de las iglesias románicas. Sólo que, cuando estuvo en mi casa, tenía Stephen cuarenta y tres años bien cumplidos, y cuando lo encontré en Santiago algún tiempo después, tenía diecinueve años, misterio que bien se podrá comprender sin hacer cuentas sobre la relación matemática de los años de Stephen Dédalus con los años de Leopoldo Bloom; basta con ponerse en la realidad de las cosas y ya está, porque resulta probado que no solamente unha reversión del tiempo es teóricamente posible en la física matemática, sino que es seguro que una reversión tal ocurre realmente en el ensueño, de donde se deduce que el espíritu puede leer en el libro del tiempo hacia atrás o hacia delante, tal y como se leen las escrituras arias, o tal y como se leen las escríturas semíticas, sin que el escrito pierda su significación, aunque quizás el misterio del acontecer se hiciese claro para aquel que supiese leer de arriba abajo, como se leen las escrituras mongólicas.
Tampoco creo yo que sea extraño encontrarse a Stephen en Compostela, donde puede que haya más de uno.
El caso fue como voy a referir: salí yo de una tienda de ultramarinos de la Azabachería, toda llena de latas ordenadas como los libros de una biblioteca. La semejanza no está sólo en la ordenación en estantes: está todavía más en que las latas con sus etiquetas y rótulos y con lo que llevan dentro, tinen algo de libros de Historia Natural, donde la Naturaleza está tan muerta como en las latas y en los cuadros de muchos pintores, tanto de los que pintan naturalezas muertas, como de los que pintan naturalezas vivas que resultan muertas. Di la vuelta por la Plaza del Pan, donde Cervantes, seccionado y estilista, está en el medio de la fuente, objeto de arte propio para premio de Certamen Literario, si no fuese el coste del transporte, y seguí por el Preguntoiro, y después de una parada en el 32, bajo, tienda de óptica, bajé por la Calderería, y luego por Tras de Salomé a la Rúa Nova. Pasé el Pórtico de Salomé, sacando el sombrero al pasar delante de la puerta, y en la librería de al lado estaba Stephen.
Hora y media anduvimos en amor y compañía por debajo de los arcos de la Rúa Nova, entonces desiertos y propicios para que el espíritu camine más de lo que caminan los pies, para dejarlo volar como una cometa, teniendo uno siempre la cuerda en la mano, sin frenar de más.
Triste como siempre, Stephen hablaba; y yo hablaba con él, sin ningún miedo, y voy a incluir aquí nuestra charla para instrucción de descarriados.
Y dijo Stephen Dédalus:
-Ya sé que no te extraña verme aquí. Comprendes que yo sea el último romero de Santiago. Anhelo que mi cuerpo descanse al lado del cuerpo del Apóstol, porque bien mirado, ya poco me queda que hacer en el mundo más que morir, y moriré aquí como Gaiferos de Mormaltán, o como Guillermo de Aquitania. Quiero descansar en vuestra cueva, ser enterrado aquí con vosotros y con vuestra alma. De aquí en adelante, ya no vendrán aquí más que turistas: el tiempo de los peregrinos pasó para siempre. Yo quiero ser el último.
Y dije yo:
-Quiero que me expliques tres cosas: primera, por qué, siendo así que tú andas por el mundo huyendo de la Cruz, vienes aquí en busca de la sombra del Santuario. Segunda, por qué, si buscas el Santuario no lo buscas en tu tierra. Tercera, por qué, si huyes de los hombres de tu raza, vienes aquí, entre los hombres de tu raza.
Dijo Stephen Dédalus:
-Cada una de las tres preguntas que me haces contiene además un supuesto, y la pregunta pende de ese supuesto, porque piensas que hay una contradicción entre ese supuesto y mi conducta. En la primera pregunta el supuesto es cierto y verdadero. Yo ando por el mundo huyendo de la Cruz: ni en la vida ni en la muerte quiero ser de la ‘Santa Compaña’.
Dije yo:
-Eso prueba que tú sabes bien lo que representa el misterio de la ‘Santa Compaña’, que no es más que la Iglesia Doliente que se hace visible para las almas no contaminadas o para las almas perdidas de todo, lo cual hasta cierto punto viene a ser equivalente. Pero entonces, debes de saber también, porque si no te lo enseñó la ingenuidad, te lo enseñaría la picardía, que cuando un caminante encuentra a la ‘Santa Compaña’, para que no le metan la Cruz, abre los brazos en cruz, y grita: “¡Ésta es mi Cruz!”
Dijo Stephen Dédalus:
-Ni siquiera me hace falta abrir los brazos: yo soy mi Cruz. Yo soy mi penitencia, mi pena, mi castigo, mi verdugo, mi condena.
Dije yo:
-Distingamos: cuando uno anda con la Cruz, flaquea el cuerpo y se marchita el alma, pero se salva el hombre. Que ya sabes que el hombre real y verdadero no es el cuerpo solo ni el alma sola, sino el compuesto, y lo que se ha de salvar es el hombre compuesto de alma y cuerpo, y por eso es por lo que está dispuesta la resurrección de la carne.
Dijo Stephen Dédalus:
-Ya sé. Pero detrás de la Cruz anda siempre el demonio. Al hijo del ladrón de Armenteira, cuando fue a restituir la Cruz que había robado el padre, y le faltaban las fuerzas en el camino, el demonio lo ayudó hasta que dejó la Cruz en la iglesia, pero tan pronto como la restituyó, lo llevó el demonio… Pero si yo soy mi Cruz, ¿cómo me voy a separar de ella para que me lleve el demonio?
Dije yo:
-Cuando un hombre, por llevar con él cruces o reliquias, no puede entrar en el infierno, anda en busca de un alma caritativa que le quite la Cruz que lleva.
Dijo Stephen Dédalus:
-Pero yo, lo único bendito que llevo conmigo es mi sangre celta. Mientras no me saquen mi sangre celta, no me podré separar de la Cruz; en mi sangre está mi cruz, y mientras mi voluntad reniega de la Cruz, mi sangre va hacia ella, y con la suya como la savia de un árbol desmochado en la flor de la vida en primavera: porque nuestra raza es también un árbol desmochado, es también un Cristo clavado en la Cruz derramando sangre; bajo las águilas del Imperio y el triunfo de los Césares, nuestra raza es la viva imagen de Cristo crucificado. Y aquí tienes la solución del primero de los tres problemas que me has planteado: yo ando por el mundo huyendo de la Cruz, sin que mi sangre me permita separarme de ella, sino que constantemente tira de mí hacia el Santuario. He aquí la primera razón, que es la razón psicológica: pero hay todavía otra razón que es la razón metafísica: ya el dicho popular, que cité antes, respondiendo a tu segundo argumento, nos dice que detrás de la Cruz anda siempre el demonio. En efecto, el demonio no se puede separar jamás completamente de Dios, por mucho que quiera. El demonio tiene la voluntad separada de su ser; su voluntad es la que está en el infierno; ¿quién sabe si su ser verdadero no sigue todavía en el cielo?… Pues bien, igual que el demonio no puede separarse completamente de Dios, así yo, que soy del demonio, no me puedo separar mucho tampoco de la iglesia. Siento algo que tira de mí hacia ella, hacia la liturgia, hacia la teología, hacia la filosofía escolástica, hacia la erudición conventual, hacia la disciplina de los claustros: no me puedo escapar de este círculo mágico, por mucho que haga…
Dije yo:
-La paulina que lleva el demonio Satanás es ser una criatura de Dios.
Dijo Stephen Dédalus:
-Por eso quiere siempre el mal y siempre hace el bien.
Dije yo:
-Nunca he comprendido bien ese dicho de Goethe. Lo que sucede es que el poder del mal es limitado. El cohete huye de la tierra hasta que acaba la pólvora de la subida.
Stephen Dédalus calló, y yo también permanecí callado. Seguimos caminando hacia el Toural. En la esquina, enfrente al puesto donde venden los periódicos, paramos un poco. Pasaban algunos por debajo de los arcos del cantón, viniendo de las Huérfanas. En este momento saqué un cigarro y le ofrecí otro a Stephen. No lo quiso.
-No se debe fumar. El tabaco es un veneno y fumar un gasto tonto. Ni se debe fumar ni beber. Hay que conservar el cuerpo sano y limpio. Debemos combatir todas estas debilidades de la voluntad.
Dije yo:
-Y el demonio también aconseja los vicios.
Dijo él:
-Era en otro tiempo; ahora ya no. Yo no tengo vicios. ¿Para qué los quiero? Aunque te parezca mentira, hoy los hombres ya están teniendo menos vicios, porque ya no les hacen falta. Encontrarás ya muchos que no fuman, ni beben vino, e incluso bastantes que no comen carne. Con relación a los otros pecados, te fijarás que se dan mucho más en hombres entrados en años. La juventud es mucho menos pecadora de lo que era en tu tiempo… Y la cosa se explica bien: el vicio ya no sirve para que los hombres se condenen. Los de antes, por ser más fuertes y resistentes, soportaban incluso de viejos una vida de vicio y podían morir sin arrepentimiento; los de ahora, que conservan la salud a fuerza de régimen dietético, de higiene y de deporte, podrán llevar algunos años una mala vida, pero su cuerpo después se cansa, y tienen que venirse a buenas. Ésta es la razón física. La razón metafísica es que el vicioso, al final, es un hombre que acepta los dones de Dios; podrá abusar de ellos, podrá ser egoísta o desagradecido, podrá ser hipócrita, pero no es soberbio. El soberbio no tiene vicios, el soberbio es pulcro e impecable. Por esta causa, los hombres, conforme se vayan alejando de Dios, tendrán menos vicios, y por eso ves que triunfan las Sociedades de Temperancia y las instituciones de fomento de la moral pública. Ya verás como se va a prohibir la prostitución, se va a perseguir el opio y la morfina y la cocaína, y no va a haber bailes, ni teatros, ni cabarés. Los hombres futuros serán abstemios, vegetarianos, castos, honrados, tolerantes, bien pensados y bien hablados, y las mujeres honestas y trabajadoras. Parecerán santos y serán verdaderos endemoniados.
Dije yo:
-Ya dicen que el Anticristo va a imitar al Cristo.
Dijo él:
-Estamos divagando. Vamos a tu segunda pregunta, de por qué no busco el Santuario en mi Tierra. Respondo: del mismo modo que huyo de la Cruz, huyo de mi raza. Primero, porque la raza es una atadura y yo quiero ser libre; segundo, porque mi raza es la imagen viva de Cristo y yo quiero ser la imagen del Anticristo. Sigo respondiendo: del mismo modo que huyo de mi raza, huyo de mi tierra. Primero, porque mi alma se ahogaba en ella…
Corté yo:
-Eso le pasa a todos los literatoides de provincia. Cuanto más pequeña es el alma, más espacio requiere.
Dijo él:
-Por cierto. No puedo negar que me parezco a los literatoides de provincia. Ya sé que es un defecto, una pena. No sería quien soy si no tuviese mancha; entonces no podría haber nacido de mujer.
Dije yo:
-También Maldoror pensaba que era más que eso…
Dijo él:
-No me compares con aquel pobre hombre, que según León Bloy no mereció ir al infierno. Yo soy otra cosa: por propia voluntad, con toda conciencia, lleno de juicio, con mi carne mortal entera, con mis cinco sentidos corporales, con las tres potencias de mi alma, escogí la condenación. Tengo ya medio cuerpo sumergido en el infierno; de un instante a otro, mi padre adoptivo de allá abajo tirará de mí, ¡y adiós!… No me cortes más, si quieres que te responda a las preguntas. Mi tierra era para mí un nudo de silencio en la garganta, una mortaja en el cuerpo, y unos grilletes en los pies y en las manos. Además, aquellos hombres quieren ser, y yo quiero no ser; aquellos hombres sueñan y hacen una patria, y yo soy un hombre que no quiso arrodillarse delante de mi madre muerta.
Dije yo:
-También aquí hay una madre muriendo, y muchos hijos que no se quieren arrodillar delante de ella.
Dijo él:
-Ya sé. Ya no necesitas que te explique tu tercera pregunta.
Dichas estas palabras, seguimos los dos en silencio hasta el final de la calle sonorosa de tan callada. Por la Conga, la Quintana, las Platerías, la Plaza del Hospital -Montero Ríos estaba aquel día invisible- y por debajo del arco, de nuevo a la Azabachería, y un rato por los soportales que dan a la parte superior de la terraza de la Catedral.
Stephen Dédalus volvió a hablar:
-Por eso que has dicho antes es por lo que yo, huyendo de los hombres de mi tierra, vengo aquí a buscar a los hombres de mi raza. Mira: allá, en mi tierra, mis hermanos caminan hacia el ser. Aquí todo camina hacia el no ser, por la voluntad y por el trabajo de éstos mis hermanos de aquí. Éstos son los míos. Vengo aquí a gozarme en el suicidio de mi raza. Por eso, porque aquí todo corre hacia la perdición, quiero venir aquí a morir, viviendo entre muertos mis últimos días. La suya, que ellos ya no son de aquí, es mi patria verdadera.
Dije yo:
-Será la patria de los sin patria.
Dijo Stephen:
-Mi patria es la patria de los sin patria.
Dije yo:
-Los sin patria no son dignos de amor.
Dijo Stephen:
-Ni los quiero ni los odio. Siendo el calor la propiedad del amor y del odio, y siendo el frío la propiedad de la soberbia; siendo el calor y el frío dos accidentes contradictorios que mutuamente se excluyen el uno al otro, de modo que no se puede dar cosa alguna que sea al mismo tiempo fría y caliente, como mi naturaleza es fría, no puedo sentir el calor del amor ni el del odio. Tampoco puede ser, porque no son soberbios, y por lo tanto no ofrecen razón objetiva ni para el amor ni para el odio. Ellos no lo hacen por soberbia, sino por inconsciencia; van movidos por la inducción de la gran máquina oficial en cuyo campo magnético viven aunque no estén directamente conectados con ella, o sencillamente por mimetismo, como los monos. Yo me divierto con ellos, y por eso voy a tomar café en su compañía al Quiqui Bar.
Dije yo:
¿Por qué en este café precisamente?
Dijo Stephen:
-Porque es de una arquitectura odiosa.
Dije yo:
-Vulgar, nada más.
Dijo Stephen:
-No es verdad. Aquella arquitectura realiza bastante bien la contra-estética.
Dije yo:
-¿Qué entiendes por contra-estética?
Dijo Stephen:
-Hay que distinguir entre contra-estética y an-estética. La primera, inconsciente e involuntaria, es un fenómeno universal en nuestros días: está en las manos de cualquier americano que vuelve de allá, como de cualquier dictador oriental, llámese Mustafá Kemal o Amanullah. La segunda no puede ser alcanzada más que por naturalezas geniales, como Le Corbusier: esas casas que hace Le Corbusier, que parecen cómodas con cajones abiertos, son la an-estética realizada en la arquitectura. Una y otra se oponen a la belleza: la an-estética la suprime, la contra-estética la derrama. Es el caso del Quiqui Bar… También me gusta una casa que hay en el Preguntoiro, y algunas otras más.
Dije yo:
-La belleza es el esplendor de la Faz de Dios espejándose en las criaturas.
Dijo Stephen:
-Por eso hoy los hombres la quieren desechar por completo… Pero vamos a la Catedral. Yo gozo corriendo riesgo, por eso ando siempre alrededor de la pila de agua bendita: bebería en ella de buena gana, como el caballo de Almanzor… Si no estuviese llena de microbios…
Dije yo:
-Pero el demonio se regocija en lo podrido y la suciedad. Dijo Stephen:
-También eso era en otro tiempo. El demonio ahora se hizo muy pulcro. Esta es la palabra.
Dije yo:
-Esta palabra la emplean aquí todos los filósofos.
Dijo Stephen:
-Ya sé. Pero esta palabra de cuarto de baño, que evoca el grifo, el inodoro, el irrigador, el bidé y el rollo de papel, les viene del materialismo práctico. Con relación a lo podrido, el demonio no lo puede amar, porque es la descomposición de la materia, y además porque, por una parte, lo podrido produce nueva vida, y por otra, porque en ella, como en el sufrimiento, la materia se espiritualiza: es el caso tan conocido del Cristo de Grünewald y del cuadro de Valdés Leal en el Hospital de la Misericordia de Sevilla…
Cruzábamos la terraza de la Azabachería. Entramos en la Catedral, dimos la vuelta por el Pórtico de la Gloria, sin que Stephen mirase siquiera las figuras. Solamente, volviéndose hacia el lado de la Epístola y mirando la pared lisa, dijo:
-Éste es el lugar de San Cristóbal. Aquí no lo hay; vosotros, en cambio, lo teneis en Ourense. Dicen que San Cristóbal tenía cara de perro; el que me va a llevar a mí tiene cara de conejo…
Anduvimos hacia la cabecera y entramos en la girola. La puertecita por donde uno baja hacia el sepulcro estaba abierta, y bajamos los dos.
Delante del arca de plata, las luces ardiendo quietas e inmóviles, que alumbran sin que se oigan arder, parecen lámparas perpetuas.
Stephen enmudeció a la entrada, y se puso blanco como el papel. Con la voz temblorosa y baja, dijo enseguida:
-No. Vamos, vámonos de aquí. Pronto.
Salimos, y cuando se repuso, dijo:
-No puedo estar abajo. Allí hay algo; de allí sale una fuerza que no puedo aguantar. Ahí se siente la Eternidad.
Dije yo:
- Se siente la eternidad del Espíritu y la eternidad de la Tierra. Fíjate entonces que no importa todo lo que hagan los descastados, porque no van a poder suprimir lo que es eterno en la mente de Dios. La Tierra es eterna en el recuerdo, y el alma es de la naturaleza del recuerdo que es su esencia, y el lugar del recuerdo es el Entendimiento divino, realidad de las realidades. Ahí abajo tenemos la promesa de que el recuerdo va a reencarnar, y da igual que las almas de hoy estén olvidadas, porque esas almas no van a estar siempre en este mundo, y otras van a venir, y algunas ya están aquí, anunciando los tiempos. Y tus tiempos van a pasar, y quizás todavía antes de que mueras vas a ver la equivocación y el error en tu camino.
Entonces Stephen ya se había repuesto, y respondió:
-Mi camino está escogido de una vez para siempre. Da igual que sea bueno que malo. Si es una cosa u otra, ni tú lo sabes, ni yo tampoco. Para cualquier lado que me lleve, he de ir sin remordimiento. Lo que te digo con certeza es que ahí abajo no hay más que una cueva donde todo recuerdo y toda esperanza quedan enterradas para siempre. Por eso, aunque huyo de ella, yo amo esa cueva, y desde aquí la piso con mis pies.
Dije yo:
-Aunque así fuese, olvidas la resurrección de la carne y la restauración que ha de venir de todas las cosas en el tercer Reino: el Apocatástasis.
Dijo él:
-Eso huele a doctrina platónica. Y además tú dijiste una vez que nosotros no podíamos comprender a Platón.
Dije yo:
-Pero podemos comprender a San Agustín.
Dijo él:
-Lo que yo digo es que el tercer Reino va a ser el del Anticristo.
Dije yo:
-Ése no es un convencimiento, sino un deseo. Yo comprendo bien que el que escogió el infierno quiera que todos vayan a él, que es lo que quiere Satanás.
Dijo él:
-Quiere, pero es por amor. Satanás ama a los hombres con amor infinito, y quiere que todos sean para él. Las penas del infierno son los espasmos del amor sádico de Satanás… Desde que uno empieza a servirlo, ya comienza a sufrir, porque Satanás es una fuente sin fin de amor que da siempre sin agotarse, y como no tiene más que dolor, solamente da dolor. Yo que me entregué a él sin pacto, por libre donación graciosa de mi ser, no por eso quedé sin paga: llevo conmigo su don; me dio el desasodiego para siempre. Lo que yo comencé a sentir cuando todavía era un santo en la Isla de los Santos y que me lleva por el mundo huyendo del recuerdo que viene siempre conmigo como un hada, punzante en el corazón como aquel clavo que llevaba Rosalía…
Tengo miedo que este recuerdo no me deje entrar en el infierno, como el hábito de los amortajados; quisiera dejar fuera toda mi sangre, toda la sustancia de mis células… Conozco un cura, cerca de Ferrol, que estudió las ciencias ocultas. Quizás él, por el poder de la magia negra liberal que todo lo hace, pueda evocar el vampiro que deje mi cuerpo reseco como la momia de aquel Faraón que pagó en la aduana inglesa como pescado seco, según refieren Eça de Queiroz y Dimitri Merejkowski; pero importa poco, porque no hay un átomo en mi cuerpo que no sea de sustancia gaélica… Y después de todo, ¿si no hubiera infierno? ¿Y qué más dará que el infierno esté en el centro de la tierra que que esté aquí?
Después golpeó con una mano la columna, y dijo:
-La piedra de grano es muy dura, muy comprimida, resiste bien. Parece que para ella no hay tiempo. El tiempo que roe, que deshace y que desmenuza. Todo lo otro es fácil en esta tierra; pero no habrá en el mundo quien quiera hacer el gasto preciso para destruir estas piedras a fuerza de dinamita. ¿Cuántas toneladas harían falta? Parece esto una revuelta de la materia contra Satanás. He aquí otro punto difícil que me preocupa.
Dije yo:
-Antes desharás la piedra grano por grano, que matar al espíritu que vive en ella y la mantiene erguida. Echa abajo todas estas torres y todas estas columnas: el espíritu volverá a erguer otras tantas; quema todos los libros; el espíritu volverá a hacer otros nuevos. Y contra el espíritu nada puede Satanás.
Dijo él:
-Contra el espíritu combate el espíritu. Satanás és una parte del espíritu que se revolvió contra el espíritu todo.
Dije yo:
-Ese esfuerzo de negación y de revuelta está hechizado y destinado a perderse en el propio vacío que está buscando.
Dijo él:
-En eso está su triunfo.
Dije yo:
-Y en eso está la base de la paz última.
Entonces Stephen Dédalus y yo hicimos las paces. Stephen sumergió los dedos en la pila de agua bendita y me la ofreció, y yo hice la señal de la Cruz.
Puede que alguien dé como apócrifas -como si fuesen de Stressemann- estas declaraciones de Stephen Dédalus. Él no las va a negar, porque aunque todos seamos hipócritas en este mundo cuando hablamos de nosotros mismos, Stephen Dédalus no debe ser hipócrita, si no quiere dejar de ser soberbio. Con relación a los demás, yo no respondo de la autenticidad empírica de estas declaraciones; respondo de su absoluta necesidad metafísica. No hay más que juntar lo que sabemos de Stephen, para que deduzcamos lógicamente con seguridad crítica todas y cada una de las palabras que en este escrito le son imputadas. Además, yo no soy tampoco culpable de haber leído de principio a final el Portrait of the Artist as a Young Man, que el mismo Dédalus me obligó a comprar aquel día en la tienda de libros de la Rúa Nova. Puede también que Stephen Dédalus hubiese hablado de otra manera en Dublín o en Zurich; en Compostela es seguro que habló como yo digo, y no podría hablar de otra suerte, sin dejar de ser él quien es según el Portrait, y sin dejar de ser lo que es Compostela según la verdad.
También es cierto que por las circunstancias especiales de mi vida -lo anecdótico- yo tenía forzosamente aquel día que encontrar a Stephen Dédalus; y que si dije al comienzo que su presencia había adquirido realidad en el tercer mundo interior, lo que esto quiere decir es que fue en ese mundo donde yo lo percibí, no que fuera de mi ser no fuese la suya una presencia real en cuerpo y pensamiento, en carne y hueso, lo cual bien pudo suceder, aún cuando tampoco yo pueda asegurar la realidad empírica del hecho.
Y después de todo, quizás, puede que no sea tan fiero como él se quiere pintar…
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