El País, lunes 4 de enero de 1991, “La cultura” pág. 22.
El escritor irlandés en lengua inglesa James Joyce (Rathgar, Dublín, 1882-Zúrich, 1941), uno de los autores más influyentes de la literatura contemporánea, falleció el 13 de enero de 1941 en una clínica de Zúrich. En esta página se continúa el análisis—comenzado ayer—sobre las repercusiones de la obra del autor de Ulises, El retrato del artista adolescente, Dublineses y Finnegans Wake, entre sus libros más conocidos. En su obras a parece una Irlanda personal y una Europa en donde se movilizan las vanguardias artísticas. James Joyce fue un escritor propiamente del siglo XX y un revolucionario de la narración literaria, cuyo legado completo está todavía por descubrir.
James Joyce, una víctima del lenguaje
José María Valverde
Hace 50 años moría James Joyce en Zúrich, en la tercera de sus estancias en esa ciudad—aparte de algunas visitas rápidas para intentar remediar sus pobres ojos–: la primera vez en 1904, había llegado de Dublín con su compañera, Nora, en busca de un empleo de profesor de inglés que sólo encontraría en Trieste y acogerse a la neutralidad suiza en Zúrich, teniendo en cuenta que su mala vista y su condición de padre de familia; al fin, en 1940, llegó hasta allí desde París, ante la invasión alemana.
Si tras la Primera Guerra Mundial a alguien que le preguntaba cómo le había ido en ese tiempo, Joyce se limitó a contestar: “Ah, sí, he oído decir que ha habido una guerra mundial por ahí, la segunda—según dicen—le pareció una perversa conjuración general para que la gente no leyera su recién publicado Finnegans Wake. Semejante boutade podría tomarse como un sarcasmo contra el mundo: si toda guerra es monstruosa: ésa era especialmente estúpida, porque los auténticos adversarios estaban en el mismo bando. Pero la reacción de James Joyce no iba por ahí, sino que tenía algo de huraño encogimiento de hombros por parte de aquel obseso entregado a experimentos del lenguaje.
Hay un proceso a lo largo de la vida y la obra de Joyce en que la conciencia lingüística se va comiendo a la vida personal, a su propia humanidad, en un sacrificio que, sin embargo, no podemos lamentar—en un gran escritor hay que aceptar de buena gana “los defectos de sus virtudes”–. Joyce, después de unas probaturas juveniles que no prometían nada bueno pro lo egolátrico, compuso esa maravilla de sobriedad, a sus 25 años, que es Dublineses—logro que casi nadie pudo conocer entonces, cundo menos valorar–. Después, afortunadamente, abandonado su Stephen el héroe, en tono demasiado personal, supo rehacer como arte esa misma materia en su Autorretrato juvenil (o, como se ha traducido, Retrato del artista adolescente, en pase decisivo hacia la madurez—allí comenzó a saber incrustar palabras vivas, canciones y aun la fotocopia de un sermón jesuítico–. Entonces pudo Joyce acometer su obra magna, Ulises, en buena medida un mosaico de voces imitadas o grabadas, a veces como parodia de estilos ajenos, a veces como chorros de palabra interior de un personaje, con todas la s tonterías y aun indecencias que, en mayor o menor grado, siempre hay en ese cauce que nos arrastra: el lenguaje, invadiéndonos desde fuera, sin hacerse más que muy relativamente nuestro.
El darse cuenta de que nuestra vida mental no es otra cosa que bla-bla-bla en una determinada gramática, un léxico, una fonética, etcétera, resulta al principio tan divertido para el escritor como inquietante para el filósofo. Y el mejor testimonio de la modestia del lenguajes la coincidencia, el parecido, el chiste, el juego de palabras que nos sal al paso de vez en cuando y nos hace reír.
De hecho, sabemos que a Joyce le divertían demasiado sus hallazgos verbales y que los añadía a troche y moche a lo ya escrito. Entre la primera versión manuscrita y la publicada hay casi una tercera parte del total que consiste en ocurrencias posteriores, incluidas durante la corrección de pruebas o en algunos capítulos aparecidos en revistas. Pues bien, como se puede ver en la edición de Octagon Books, donde tales adiciones van marcándose sobre un facsímile de la edición normal, toda esa añadidura es contraproducente, es un lastre perjudicial. El día que Ulises sea de dominio público, será urgente editar el Shorter Ulyssses, el “Ulises más corto”, libre de las ocurrencias tardías para que se vea que es mejor que el que conocemos; más compacto y sustancial, de mejor ritmo para su lectura.
Después, ese exceso de autocomplacencia en su chistes fue la que llevó a Joyce a su Finnegans Wake, que cabría considerar como un error innecesario, una felix culpa, un escarmiento para enseñanza de la posterior historia literaria. A wholesale safety-pun factory, “una fábrica al por mayor de”—y aquí un juego de palabras joyciano entre safety-pin, “imperdible” y safety-pun, “retruécano de seguridad”: así lo definió la abnegada editora de Joyce, por supuesto que sin decírselo a él–.
El crecimiento de la obsesión lingüística había sido unido en Joyce a un creciente desinterés por lo común a todos: así, políticamente, allá por 1906, en Trieste, todavía había sentido cierto aprecio por el socialismo de Antonio Labriola—no del todo desinteresadamente, porque pensaba que un Estado socialista podría subvencionar a los creadores literarios como él mejor que los editores comerciales, según su experiencia–.Pero ese desinterés se había impuesto en él también por desconfianza hacia la capacidad de la especie humana racional: vanitas vanitatum. Quizá entonces, su drogadicción lingüística podía verse alimentada por su escepticismo social y ético.