EDUARDO CHAMORRO
A James Joyce le preocupó siempre la verdad, y le siguió preocupando incluso una vez alcanzada la conclusión de que hay tantas verdades como seres humanos, animales, minerales y plantas. También descubrió que hay tantas verdades como mentiras, y que unas y otras coinciden en un punto situado -nadie sabe dónde- más allá de la verdad y de la mentira, y más allá, también, quizá, de la vida y de la muerte.
Escribió tres novelas fundamentales en la historia de la literatura. Antes había reunido sus relatos en un libro que llamó Dublineses, cuya última entrega engranaba con asombrosa destreza e impresionante elocuencia los temas que nutren la verdad y la mentira, y que siempre le obsesionaron: el amor, la culpa, los celos, la expiación, y esos intensos y profundos momentos de revelación -a los que llamó «epifanías»- en los que la vida y la muerte ofrecen sus misterios con una evidencia conmovedora e inmediata a la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto.
Son esas «epifanías» como fogonazos en los que el enigma se abre por un instante y se muestra desprovisto de las luces que ciegan y de las sombras que atemorizan, del estruendo que ensordece, de los ingredientes e impurezas que amargan el paladar, dispersan los aromas y embotan el tacto. El último de esos relatos se llama Los muertos y fue llevado al cine por John Huston con el mismo título.
Escribió después tres novelas. La primera es el relato de una juventud, la de Stephen Dedalus, el protagonista de Retrato del artista adolescente, en su dolorosa búsqueda de un camino por el que encontrar y abrazar algún sentido radicalmente personal de la vida. Ese joven atribulado y dispuesto a emprender una biografía huérfana y errante, aparece de nuevo en la segunda novela de Joyce, Ulises, para encontrarse con Leopold Bloom, un hombre de mediana edad, no menos peregrino que el joven Stephen. Este creerá encontrar en aquel al padre perdido. Aquel pensará que éste muy bien pudiera ser el hijo que nunca tuvo.
Ulises es la novela del hombre maduro que es Leopold Bloom, también huérfano como Stephen Dedalus, también lanzado a la vida como si ésta fuera la eterna laguna de todos los naufragios, también desarraigado de una patria que sólo pretende devorarlo en el altar de los sacrificios, e igualmente despellejado por una religión de la que sólo entiende la despótica voluntad de quien le exige la entrega de su carne viva a la ceniza de la penitencia y al horror de los infiernos.
Esas vidas, la de Stephen Dedalus de Retrato del artista adolescente, y la de Leopold Bloom, con quien se mezcla en Ulises, se disipan finalmente en la última novela de Joyce, Finnegan’s Wake, un verdadero laberinto -el dédalo que corresponde al apellido de Stephen- en el que la vida y la muerte se transforman en el callejero impensable, en la improbable geografía donde los vivos y los muertos intentan dar los unos con los otros y consigo mismos, en un incesante tumulto de voces, presencias y fantasmas.
Encuentros de huérfanos
El tiempo y el espacio, la eternidad y el infinito, el cielo puesto en duda por Leopold Bloom y el infierno tan temido por Stephen Dedalus, se resuelven de tal modo en los mil y un encuentros de cuantos huérfanos han poblado y poblarán la historia y de cuantos sollozos se alzan y claman por los hijos y los padres perdidos.
Tales son los senderos por los que Retrato del artista adolescente viene a ser la introducción más adecuada a la totalidad de la obra de uno de los escritores más singulares de todos los tiempos.Esa verdad que Stephen Dedalus busca tan desesperadamente en esta novela, sin dar con ella en la historia de su nación, Irlanda, ni en los rituales y las liturgias de una religión, la católica, que ningún amparo ni consuelo le otorga, es la que Joyce intentó investigar y atrapar en los sueños, las imaginaciones y las fantasías de una humanidad continuamente chasqueada por los designios de un azar caprichoso y de un destino insondable.
Una verdad tan infinita y eternamente confundida por el error y la mentira como para formar con ellos la materia, la arcilla que desde los confines del infinito hasta los de la eternidad, espera el soplo que la haga sabia e inmortal, que la libere del destierro del Paraíso y del terror del Infierno para poder mirar a Dios cara a cara, como el mismo Dios querría mirar a la criatura que El hizo a su imagen y semejanza para abandonarla luego a la intemperie de los espejos engañosos y de los fuegos fatuos.
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Eduardo Chamorro es autor de una edición anotada de Ulises, de Joyce, publicada por Planeta