Maribel Porcel
VIENE sorprendida por la luz que la ciudad despierta a su paso. Dicen que llevaba sobre el pecho. una escarapela turquesa a modo de camelia con sus iniciales bordadas a punto de ordenador. Pero es curioso, nadie la reconoció, o no se atrevió a hacerlo. Se perdió por los pasillos largos, frescos de la Hispalense. Cantó algún aria del Barbero bajo sus bóvedas con idea de homenajear la ciudad que le acogía. Incluso frotó sucuerpo meloso por sus paredes para impregnar de su carne la carne de otras musas del establecimiento.
La cigarrera. No recordaba que Leopoldo le hubiese hablado de ella, pero la había imaginado también en sus sueños de diva. Se escabulló entonces por las aulas inmensas y crujientes de asientos de madera para escuchar lo que de ella hablaban las sabias lenguas. y no los entendió. Hubiera deseado gritarles le most juste que ellos buscaban. A cambio les recitó un trozo de su novela pornográfica preferida como si de un poema se tratara. Les susurró al oído las mismas frases, canciones que le hacían repetir cada vez que se abría al azar su corazón y su sexo al crujir de las páginas. Los mismos miles de dedos deslizándose una y otra vez por su feminidad violada y machacada de tantos ires y venires por su naturaleza telúrica, decían ellos. Les advirtió de la presencia de otras mujeres más palpables y firmes a las que descubrir un pronombre personal entre los muslos. Les pidió que volvieran a las cartas de antiguas amantes para inventar de nuevo lo que andaban buscando.
En concreto, incluso se acercó a un hombre bajito, calvo y gordo para pellizcarle el bigote de torpe barítono y recordarle que sus faltas de ortografía, cultura y pudor le habían sido impuestas. Que a ella lo que le hubiera gustado ser es escritora. Que a nadie desvelaría nunca el secreto de su unión o desunión con Poldy, que podrían estar siglos rastreando sobre sus malapropismos y corsés baratos, para no encontrar nada. Que su respuesta final no tiene punto, que se vistió de blanco su voz, de silencio, quién sabe si por el tufo de los pies de su marido o por el beso que vino o no vino. Pasear por Andalucía le acerca a su tierra donde una roca inmensa se hermana con el cogote de Howth donde salpicó la hierba de líquidos sabrosos. No quiere volver ron ellos que van allá en peregrinación a buscarla, como si alguna vez hubiera de verdad despedido algún barco o capitán desde el peñón. Dice que no quiere verlo. Que no quiere encontrarse con sus caras desamparadas al comprobar que no hay más que monos y tiendas con American Express en sus cristales. No quiere presenciar la sed por su nombre que los transeúntes desconocen. Aunque sin duda le gusta el perfume de esta ciudad, y sobre todo la luz del sur. Pero no puede quedarse y menos acompañada de todos estos hombres son iguales o mujeres demasiado iguales. Por las noches al regresar al hotel le duele la espalda. Son los fantasmas de muchos años de soledad. Se va haciendo vieja. Y otros más que le atribuirán de nuevo bajo nombres a los que no tendrá más remedio que consultar al complaciente cornudo, como ha oído llamar a su esposo. Ni asiente ni desmiente. Se deja llevar por la corriente de su agua mineral. Cierra los ojos y una vez más le sale el maldito Yes por los ojos, por la boca. Pero ni ella misma se acuerda si soñaba, si se estaba durmiendo como ahora, casi con un libro entre las manos, o escribiendo quizá mentalmente todos esos recuerdos que amontona. Ya casi le viene el sueño. Un sueño complaciente, rugoso y echa de menos el ovillo o esa postura de Kama Suyra poco sofisticada que aún mantienen al cabo de los años ella y Leopoldo.
Si cierra los ojos vendrá la noche. Y la noche le aterra. Sueña con palabras como otros sueñan con colores. Quisiera no oírlas, pero peor de todo resulta verlas. Se han amontonado unas con otras, como cuando rebuja sus bragas con la ropa interior y las camisas de Poldy en el cesto. No sabe a quién pertenece qué. Como cuando no funciona la máquina de escribir y se apelotonan las letras y le entran ganas de decir teeeeeeeee a gritos para que alguien venga a arreglarla. y le ocurre siempre mientras sueña. Sueña que escribe como una analfabeta. Y se mecen nombres extraños que nunca había visto antes. Se multiplican como las ratas y las oye por todas partes, como un laberinto infernal. Sabe que al despertar le quedarán las mismas palabras aburridas, de todos los días, pero le gustan porque se ha acostumbrado a ellas. Con aquéllas, las de la noche, no se atrevería. Juega, pero no las escribe. Nunca. Sólo son de ella.